martes, diciembre 07, 2010

(No Name)

Al principio, la tierra era dulce,
sobre las sábanas del precipicio
                             corrían cráteres,

amargas amebas del desantojo.

Las palabras eran imaginación, 
los chicles que luego construimos
para ser felices
autosatisfacernos
                            de nosotros mismos.

Las paredes, mármoles del 
silencio, eran ventanas
a un mundo sin ojos,

no vemos,
                no oímos,
                              a veces no solemos respirar.

El olor del ébano, los mordiscos
en el costado de tu Cristo,

salir a tomar, tomar, tomar, tomar,
que te abracen.

                        Que te besen hasta que la saliva de 
                        todos los cuerpos esté en ti.

Beber, beber, beber, la sangre
de la luna decapitada,
las manitos congeladas,

las manitos congeladas por el sol.

         No nos dejes, que tenemos miedo:

recuerda que al principio todo era amargo,
al principio del tiempo las
olas no nos daban el placer
de acercarnos.

miércoles, diciembre 01, 2010

Degeneración

No es tampoco como que yo quisiera olvidarte,
y mis manos
                      - mis inútiles manos carentes
                        de tiempo, de sueños,
                        lo hayan logrado -,

no han dado cuenta para sí de tu
partida.

No se trata de que yo le haya
sacado para siempre de mi vida,
sino de que a veces, por las mañanas,
                       - cuando el miedo de no verte
                          nunca más me agobia como
                          cuando pensé que nunca amaría a nadie -,

el frío me aprieta y no logro
abrir los ojos como marmitas de
ternura. 

Y mis manos marcadas en la pared
de mi cuarto, cuando lloran,
me recuerdan tu voz, aletargada
como si hablase sola,
como si las palabras ya no bastasen cuando
sé que estás vivo.

(Quizás para mí no hay momentos grises
en donde mi alma se cuele por la pared,
en donde mis sueños superen la expectativa de
                                                la realidad,
en donde la miserable mirada de llanto que siempre

se me pega al esternón, que siempre me salpica
el hueso húmedo del omóplato salino,

que siempre hiende en dos mi boca
de mártires, acostumbrada boca,
que besa cuellos rotos, que muerde
heridas y hunde en mis manos
el aroma de otros recuerdos,

de otros cuerpos que no son el tuyo,
que nunca serán el tuyo,
que no volverán a saber del tuyo.

No es que haya intentado olvidarte, y
que la conspicuidad de mi tiempo
te haya alejado como a una partícula
de polvo fosforescente
en las arterias del alma.

                        (Lo sé, el espíritu no calla cuando de
                         pensar en ti se trata)

Y tus ojos, aún se impregnan en
el trasfondo de mis pasos, 

cuando camino,
cuando sonrío,
cuando miro al cielo y siento frío.

Y no es que yo hubiese, 
descaradamente,
intentado olvidarte, sino que
a través de cada una de mis gotas de
sangre hay veneno.

A veces tenemos la obligación
de dejar ir a los que amamos,

como una tortura de la religión,
una tortura del alma,

una degeneración del corazón.